Wednesday, March 03, 2010

Ajá

Tenía ganas de destruirlo todo: sillas, cuadros, planetas, amores. Me limité, no obstante, a aferrarme a lo único que me mantenía flotando y respirando, a lo único que me permitía pensar más allá de aquello que me ocupaba martes y jueves. En la península los inviernos eran cortos y densos. Los días ventosos sucedíanse en inequívoca secuencia mientras mis días, los que en verdad me pertenecían, sólo se paseaban frente a mí de vez en vez. Decidí cambiar de rumbo y fijar mi compás en dirección al sol, aún no sé bien por qué. Lo cierto es que, desde entonces, nada cambió; la única mutación que pude descubrir se traduce en un leve tornasol anaranjado que se deja ver entre las montañas los días 14 de cada mes.
Ya son meses y años los que mi prima me había prometido entre sollozos: nada cobra sentido en mis sentidos. Encuentro tristeza y lástima en las sonrisas de aquellos que, en agosto, supieron ser mis amigos. Me cuelgo y trepo escaleras que no suben ni bajan: no son escaleras. Busco en vidrios reflejos vanos que me demuestren el final y me convenzan de su inevitable amargura. Así, no dejo de encontrarme con venas y ríos que me ahogan hasta que desfallezco: no lo tolero.
No tuve más alternativa que hablar con la iglesia; no con el cura, no con Dios, no con la religión ni la espiritualidad. Me detuve con convicción y le grité desde los pies hasta los nudillos: ¿Por qué?

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