Saturday, June 25, 2005

Anotadores y Cuadernos

Quien jamás tuvo en su escritorio, o en su mesita de luz, o en algún estante, o ¿por qué no? en el piso un fajo de una cierta cantidad de hojas, debe seguramente sentirse acelulósico y saturado de pensamientos o sentimientos que su escaso amor por el papel no le dejó plasmar de manera íntegra en sitio alguno y lo privó, en cierto modo, de dejar su legado para la posteridad. Se puede culpar a sus padres por no haberle inculcado de pequeño –que es cuando uno más se asimila a los poríferos por su característica diagnóstica de absorber todo a su alrededor- el placer casi divino que brinda desinteresadamente la lectura y que, algunas veces, desemboca tenebrosamente en un semejante goce por la escritura.
Es así que a la hora de leer a los grandes y célebres escritores se suele colocar bajo el rótulo de obra a las ya tan famosas boletas de lavandería, los siempre útiles cuadernos de anotaciones y, desde luego, a las atractivas creaciones verdaderamente literarias, o que al menos fueron concebidas con ese propósito. Sin embargo, puede suponerse que existe una mínima porción de literatos que prescinden de –y hasta desafían- la función complementaria que para algunos otros ofrecen las anotaciones previas y consideraciones precedentes al acto mismo de escritura. Sería necio negar que a estos últimos se les ha brindado un don que les confiere, en cierta medida, el atributo de la prosperidad.
Con todo, si se les extirpa tan solo por un momento la función literaria a estos dos objetos quizás subestimados y dejados de lado al afirmar tan fervientemente que es el perro –y no un buen pedazo de papel- al que se le da un destino tan importante en la vida del ser humano, se puede comprender que son elementos evidentemente irremplazables. De esta manera, la infinidad de utilidades atribuibles a un simple cuaderno son inimaginables: expresión personal –ya sea escritura, dibujo, o cualquier otro tipo de arte-, toma de apuntes –cada vez más, caída en desuso-, confección de garabatos incomprensible pero que tiene un enorme valor simbólico para su creador, etc.
Existen, quizás en baja proporción, casos extremos en los que un sujeto se minimaliza tal vez excesivamente y, en un acto de locura sumada a una total apertura del alma, le “habla” a ese papel o conjunto de papeles sobre la mismísima razón de su ser vertiendo en él todas sus complicaciones y esperando que, de modo alguno, éste se erija en salvador de los pobres e inocentes y brinde, lúgubre y mágicamente, la respuesta a todos los problemas, cual oráculo. Suele denominarse a esta suma de papeles generalmente encuadernados en un volumen de tapa dura con el nombre de diario íntimo o, en su versión más objetiva y menos intimista, agenda.
Las formas que pueden tomar son tan numerosas y variadas como inabarcables. Quizás la más temeraria y respetada sea, con ciertas reservas, la siempre repudiada libreta verde, la cual se jacta de ser implacable y despiadadamente cruel con las personas a ella vinculadas. Por otro lado, son más dignos de traer a cuento algunos empleos del papel en compilaciones alegres y fértiles: su ejemplo más representativo es el de un buen libro.
No por nada se dice que la historia comienza con la escritura y que, de no ser por ella, viviríamos inmersos en una espesa nubosidad que nos impediría no sólo ser concientes de nuestro pasado, sino también siquiera intentar conocer a grandes –quizás muy grandes- rasgos, qué nos depara el destino. Los libros acceden a ser utilizarlos como una máquina del tiempo que nos permite abordar lo sucedido en todos sus aspectos, pero –quizás por desgracia, quizás por fortuna- que se encuentra averiada y sólo nos deja echar un breve y fugaz pantallazo a lo que vendrá. La inteligencia del hombre radica en saber emplear adecuadamente las herramientas que le son brindadas.