Tuesday, August 01, 2006

La calle y una esquina

Ni bien terminó de bajar el último peldaño del porche del largo edificio, notó que un joven mendigaba sentado sobre una vieja frazada en la vereda de enfrente. Sin dudarlo, cruzó lentamente la angosta calle y se aproximó apocadamente hacia él. Sin la menor traza de conmoción, arrancó la billetera del bolsillo interno de su saco y dejó, en el agujereado vaso de plástico del pobre hombre, alguna que otra moneda de escaso valor. Caminó, ahora sí, en dirección opuesta y fijó su rumbo hacia el sur; al llegar a la esquina, una señora no vidente de varias decenas de años lo desvió de su curso luego de haberle otorgado mil gracias por haber sido ayudada, desinteresadamente, a franquear aquél que para ella era un obstáculo. Volvió sobre sus pasos y cruzó nuevamente la calle para detenerse en un kiosco a los pocos metros. Amablemente, pidió un paquete de caramelos. “Ochenta centavos”, le indicó el señor del otro lado del mostrador en cascada; “y si tenés monedas te lo voy a agradecer”. Palpó sus bolsillos, pagó, y recibió el adeudado y sincero agradecimiento a cambio. A mitad de cuadra, se colocó tras la breve fila que se había formado a un costado del poste de la línea 132 y esperó el colectivo pacientemente. Luego de unos pocos minutos y de un pase usted, señora, pidió el boleto correspondiente e intentó adaptarse convenientemente al inconfortable asiento con el que conviviría cerca de una hora y media. Sin embargo, tres paradas más adelante, una señora con bastón -y con un boleto de mayor valor que el suyo- lo motivó a ceder su lugar sin chistar. En un cruce de avenidas, bajó del colectivo ya un tanto cansado y se fijó en la altura de las calles para confirmar que su sentido de la ubicación estuviera en lo cierto; efectivamente, jamás se equivocaba. Mientras esperaba el semáforo, una pareja de turistas extranjeros lo abordó tímidamente para pedirle indicaciones en un inglés rústico pero trabajado y sin duda descifrable. Una vez satisfechas sus inquietudes, los infrecuentes viajeros dieron media vuelta y emprendieron camino. El semáforo le volvía a negar el paso, obligándolo a hacer tiempo nuevamente hasta el próximo hombrecito verde. Recorriendo sus alrededores con la vista, advirtió que un chico lloraba desconsolado a tan solo unos pasos de donde él estaba parado. En cuestión de segundos, ya recuperado el globo del niño de entre las garras del infame árbol, trotaba los últimos metros de la avenida que finalmente logró atravesar. Disfrutando de la calurosa noche de verano, anduvo un par de cuadras para ser sorprendido, en la entrada de un local de ropa, por un fumador que necesitaba lumbre. Resuelto a optar por una vida sana, convidó al transeúnte con fuego y tiró encendedor y atado en el siguiente cesto. Aprovechó, ya que había detenido la marcha, para reatarse el cordón de su zapato derecho, que siempre se deslizaba sobre sí mismo por más nudos que se le hiciera. Casi sin notarlo, se agachó junto a una billetera repleta de dinero en su interior y pintada con aerosol anaranjado en su lado externo. Observador, levantó la vista y vio que dos jóvenes con vestimentas oscuras y tachas por doquier se alejaban tranquilamente. Terminó rápidamente la labor iniciada con el cordón y corrió hacia ellos al instante; “Discúlpenme, ¿alguno de ustedes perdió algo?”. Crédulo, devolvió el objeto recién encontrado a su presunto dueño, que juró haber sacado su billetera pintada con aerosol color rojo para pagar el cinturón de tachas en aquel local y después haber perdido su rastro, seguramente en esa misma cuadra. Así, recibió un abrazo por parte del ahora adinerado adolescente y, antes de despedirse de ellos, les hizo notar que las etiquetas de sus remeras negras estaban de manera tal que se las podía ver por fuera del buzo, también negro; “Claro, están al revés”, contestaron al unísono. Al rato (ya eran casi las once de la noche), llegó a su casa abatido: esa noche se iría a dormir sin bañarse. Corrió la sábana a cuadros y se acostó en la cama con una sonrisa en su rostro. José era altruista.